Reseña sobre “A cielo abierto” por Ricardo Martínez Llorca
El hombre enfrentado a la suerte del vacío es, posiblemente, el gran tema de la literatura desde finales del siglo XIX. El vacío es existencial, carencias de afecto o incluso, como en Kafka, algo con resonancias de provocarlo el mismo hombre. Es ese hombre solo quien protagoniza buena parte de las sensaciones que transmiten, sobre todo, las novelas, ese hombre, o mujer, que mira al espacio sin vida, como El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich. Frente a él no hay nada, porque por mucho empeño que pongamos a la hora de hacer una elección de vida, o de negárnosla, al frente no hay nada, hay un mar de nubes cuyo suelo, el que pisaremos, nos es negado saber o, lo que es más terrible, hay oscuridad. Pero esto bien puede considerarse un lujo burgués cuando resulta que sí existe gente que ha visto ese vacío lleno, pero únicamente lleno de escombros. El resultado de un bombardeo, como en Guernika, como en Dresde, como en Hiroshima, terminará con toda suerte de existencialismo: los superviviente no podrán permitirse padecer una enfermedad de la mente, ni siquiera una leve depresión.
Así es como afronta el relato de su pasado la narradora de A cielo abierto, una superviviente de las matanzas en los territorios ocupados de Palestina. Su infancia la marcaron los destrozos del ejército colonizador británico, su vida adulta la parte agresiva de un sionismo armado hasta los dientes. Para huir de ese vacío lleno de escombros, no cabe sino la condena del exilio. Pilar Salamanca afronta esta novela denuncia sin rencor, pero con una admiración por la delicada cultura oriental, por el mundo extraño, que tiene algo de buen paternalismo: el de quien se pone del lado del débil limitándose a reflejar su hermosura. El valor documental de la novela viene acompañado del grito que no ha cesado desde hace ochenta años, y que apenas nadie escucha o, de hacerlo, inmediatamente se vuelve hacia su propio vacío existencial y, como el personaje del cuadro de Friedrich, se muestra de espaldas. Esa es otra forma de neurosis, una voluntaria, una sin arreglo, contra la que este libro es un clamor. Pero un clamor lírico, de un extraño lirismo, pues se centra en el horror, en la destrucción de una pequeña familia, de una tribu, de unas amistades. Es un libro que va narrando cómo se construye una derrota, aunque la expresión resulte una paradoja.
La narradora nos habla desde la maldición de la memoria, como si le resultara imposible no ya conocer el futuro, sino afrontar el presente. La obra toma como referentes los años de construcción del estado de Israel, en la década de los cuarenta, y los años de expansión de la nación sionista, en los sesenta. Y haba sobre el efecto a través de lo que la narradora da en calificar como Biografía de la amargura. Uno se va preguntando si es posible el perdón, pues no hay malvados con rostro, solo buenas personas con las vidas cercenadas por los escombros que van cayendo. Uno se pregunta si los protagonistas saben dónde se encuentran, si sus voces no se dirigen directamente al vacío que va quedando tapado de escombros. Uno se pregunta si es mejor ignorar o saber, si el gran conflicto no nos está ocultando las pequeñas tragedias. Uno llega a saber que la historia, la de verdad, la que pesa sobre las conciencias, no es un dictado al estilo de los libros de texto y las enciclopedias; pues la verdadera historia es la de esta protagonista, que sufre toda suerte de represiones: es colonizada, es mujer, es niña. Y de lo que nos habla, en forma puramente narrativa no es tanto de la rabia, pese a presenciar matanzas, como del miedo y de ese otro sentimiento que tanto se parece al miedo y que conocemos como tristeza.
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca