Yo Loba 15
A menudo me he preguntado, al despertarme por la mañana, si era justo intentar ordenar las cosas. Si era justo olvidar tan deprisa, o al menos intentarlo, para poder seguir con tu vida, dejar de plañir, disfrutar de las pequeñas cosas y del simple privilegio de ser. Aún no lo sé. He vuelto una sola vez al pasado de mi infancia y primera juventud cuando habían pasado muchos años del final. Volví a verme entonces. Era, creo, a mediados del otoño y del norte llegaba el primer viento frío y los salones del Hotel X estaban llenos a rebosar con los invitados de la boda. Se casaban mis primos, un hermano y una hermana embarazada, y parecían – todos parecían y seguramente estaban – felices como codornices. Mis padres también. Ellos, entre todos los demás. Salpicón de marisco, tarta de merengue, canciones y vestidos con brillos parecidos a árboles de Navidad. Y sonrisas. Muchas sonrisas sin venir a cuento. Y algunas torcidas. La de mis viejos, por ejemplo. Porque yo solo tenía 19 años y me estaba atragantando con tanta beatería familiar.
O quizá fuera que los recuerdos, ese día, estaban en cualquier otra parte. Donde los extraños no podían verlos, ni sentirlos. Los recuerdos. Los reproches. A pocas horas de que a mí mis padres me hubieran echado de casa. O, mas bien, estuvieran a punto de hacerlo por querer a quien, según ellos, no debía querer. Ahora pienso que en algún momento debería haber ido a vomitar al excusado. En lugar de eso, me emborraché. Fue mi primera borrachera. Pero antes de que empezaran a gritarme, otra vez, me largué. Y como siempre, me perdí el postre y otras vomitonas. Teníais que haberme visto dando traspiés en la sombra de las calles laterales desiertas. O quedarme sentada en el bordillo esperando que él viniera a recogerme. Y mirarle desde abajo como se mira a cualquier dios de los cielos que decide venir a salvarte. Y seguir mirándole, mirándole. Hasta ahora.