Blog, Yo Loba

Yo Loba 26

Abrí los ojos y pensé: Yo/Escritora

Yo escritora y mis lectores (si es que tengo alguno) vivimos aislados. Más aislados que nunca. Y no puedo dejar de preguntarme qué es lo que podría hacer. ¿Acaso fingir que no me entero y aceptar (¿Qué cosa?) la eternidad como medida de valor?

¡Venga ya, la eternidad! eso no existe, pero si existiera daría lo mismo porque yo no estaría aquí para verlo. Dicen que en tiempos de paz la esperanza de vida de un libro es de unos treinta años si no se lo comen antes las bacterias, pero en tiempo de guerra, (¿Recuerdan ustedes el incendio la biblioteca de Sarajevo?) la cosa dura mucho menos.

Eternidad.

Pero entonces ¿qué? ¿En qué podemos confiar?

Justicia ¿En la Justicia poética?

Ya. La justicia. De todos es sabido que los libros MALOS se venden – generalmente – mucho mejor que los buenos.

Confianza. Confianza en el lector.

Vaya por dios, el lector. Es bien sabido que ese ser – caso que exista -es un ser humano altamente inflamable que se entusiasma más allá de los límites con una buena portada, un buen tema de amor o menstruación, pasión o thriller o con cualquier garabato que las cadenas de librerías, amazon.com, tiendas de los aeropuertos o industrias tipo Planeta tengan a bien poner delante de sus narices.

Confianza. No, de eso nada.

Yo, al menos no puedo confiar porque me he dado cuenta que las escritoras que no aceptan las reglas del mercado lo tienen crudo. Se mueren. Así de sencillo. Por otra parte, el lector que no acepta lo que ofrece el mercado está condenado a una suerte de ayuno literario. Eso o la re-lectura. A elegir.

Se podría decir que la mayoría de las escritoras y también de los buenos lectores (personajes por y para quienes existe la literatura) llevan hoy una existencia semiclandestina. El mercado literario está regido por los productores de libros, pero producir libros no es lo mismo ni parecido a producir literatura. Es más, la Literatura en si misma resulta a veces un verdadero inconveniente.

Por otra parte, las librerías (muchas librerías) se van pareciendo cada día más a nuestros flamantes supermercados: el aspecto de los tomates (las uvas, las ciruelas) es sensacional pero su sabor resulta muy a menudo decepcionante. En aras de su apariencia (maravillosas ilustraciones, encuadernaciones e impresiones) los libros malos no se distinguen ya de los buenos los cuales – igual que ocurre con los mejores tomates – son mucho menos vistosos).

Debo decir que a menudo me consuela pensar que la justicia literaria, pese a sus muchas deficiencias, termina imponiéndose de un modo u otro aunque muy a menudo sea por angostas y tortuosas sendas. Reconozco que a ratos me queda la esperanza de que en una de esas tortuosas sendas terminemos encontrándonos mis lectores y yo.