Yo Loba 29
Te sientes muy sola cuando no quieres dar la vara. Y te niegas a compartir lo que te preocupa, lo que te duele, lo que sientes como una amenaza. Quizá porque has comprendido, en buena hora has comprendido, que todo el mundo tiene sus propios problemas y puestos a compartir, mejor las alegrías. Al fin y al cabo, no quieres que te recuerden como una plasta. Pero mientras tanto, “llámame”, “cómo va todo”, “dime algo”. A hijos y amigas. “Tengo todo el tiempo del mundo” – les dices – “estaré conectada todo el rato”. Deseos que verbalizas a solas, pero no escribes porque sabes que, al otro lado, alguien (esos hijos, esas amigas, esos quién sea) andan trasteando con sus propios problemas y piensas, claro, que no es cosa. Y te contienes. Hasta que, bueno, en algún momento no puedes más y te haces la encontradiza. Solo en las redes, claro, porque no puedes moverte. Y ahí, sí, ahí en las redes cualquier disculpa es buena si no transparenta demasiado la vulnerabilidad en la que te encuentras. Envuelta como en una niebla. Indisimuladamente. O eso terminas pensando al cerrar la conexión. O más bien, no lo piensas, es un puro reflejo: estás segura. Segura de que “se han dado cuenta” ya que tu necesidad es tan evidente, tus deseos de compañía tan innegociables que cantan y el ruido que hacen o su apagamiento es algo que no logras disimular, algo contra lo que luchas desde hace mucho tiempo. Inutilmente.
Detrás del silencio en el que te hundes a continuación, durante muchos días, sabes que hay un mundo que se mueve, dialoga, discute, ama y espera. Si, espera. Esperar es algo que marca tus días constantemente. Lo que no sabes es hasta cuándo.