El virus de la pérdida
Aunque de un tiempo a esta parte algunos, yo en primer lugar, pensarían que tengo el copyright de la historia palestina diría que en este momento todas las historias de “esa clase” son las mías.
Lloro por dentro, sollozo sobre todas las tragedias que contienen la etiqueta arbitraria de “Oriente Medio”, Sudáfrica o Tierra de los mapuches. Lo veo todo enmarañado en una sola madeja de seres que nunca tuvieron la mínima oportunidad de defenderse. Es como si golpeara con mi cabeza una pared levantada con los miles de millones de perdidas humanas desde “el amanecer de todo”, al comienzo de la historia de la Humanidad.
Y lo siento de verdad, lo siento porque en ese estado depresivo no me reconozco. Siento una lástima imparable por las calles, las casas, derruidas que se desmoronan entre nubes de polvo en Gaza, la Blanca. Me emociona fuera de todo limite recordar los chiringuitos de la playa y sus espetones de peces recién pescados, las manzanas rojas -igual que las que vendemos aquí en las ferias – cubiertas de azúcar evocando en mi memoria lo mal que me sabían, sollozo por un fragmento casual, por una melodía casual que resuena en mi oído, por un niño reluciente que, por un instante, se lanzó a mis brazos sin conocerme de nada, un tono, un verso, un slogan, un olor, una escena. Lloro, aunque no quiera porque estos ojos incapaces ya no sueltan lágrimas, absorta en el paisaje diluido de tantas pérdidas. Y lo peor es que no creo que ni en el mejor de los casos, esta actitud mía de cínica desesperanza pueda llegar a cambiar.
Dentro de un día o dos, o quizá dentro de seis meses, saldrán de los matorrales de la diplomacia internacional, un bosque de clones andantes, unas personas – democráticamente elegidas eso sí – pero totalmente ajenas al destino de sus semejantes, laureadas en Harvard, especializadas en política internacional, laureadas por sus doctorados de títulos tan complicados como incomprensibles. Esperamos que esa gentuza lo arregle todo,pero no lo hará. Quizá los hijos de los hijos que ahora huyen, regresaran de nuevo a su tierra para morir allí, para morir por haber vuelto, porque regresar es la muerte, pero quedarse, la derrota. Todos esos huérfanos, si queda alguno, emprenderán como los salmones el viaje rio arriba con la diferencia que será otra época, una época que nosotros ya no veremos, y otras aguas. Y también los viajeros serán otros ¿o qué pensabais? Personas que realmente dirigirán la vista al frente y no serán capaces de entender el pasado, (nadie puede) no al menos de la misma forma que lo entendemos nosotros, los que, para entonces, ya habremos muerto.
No sé. Es probable que yo no entienda nada. Y también es probable que por mucho que me esfuerce, siga sin entenderlo: tanta brutalidad, tanto horror. Este genocidio. Seguramente, lo que ocurre es que mi supuesta capacidad de adaptación ha tocado fondo. Que, por una fracción de segundo, literalmente por una fracción de segundo, he llegado tarde a las explicaciones y de ahí que no entienda. Se conoce que me quedé embobada y con la boca abierta cuando llego eso que llaman democracia, derechos humanos y perdí la oportunidad de convertirme en una cínica capaz de entender. De adaptarme a la nueva era. Y ahora, en fin, lo único que puedo hacer es correr con todas mis fuerzas, las pocas que me quedan, para seguir en el mismo sitio. Pero desgraciadamente, el virus de la perdida se ha infiltrado en el cauce de mi sangre debilitando el músculo cardíaco y los pulmones y ya no me quedan fuerzas ni para respirar.
Artículo publicado en El Faradio el 01/02/24.